un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.
[JRR Tolkien]
[Jaume Prat] Allá por el Renacimiento se mercantilizan el arte y los artistas. Una maniobra importante dentro de esta operación especulativa consiste en atribuir a éstos las obras que han concebido. Aparece la figura del Creador que pasa por encima de los gremios artesanos medievales: la originalidad por encima del oficio: Miguel Ángel, Rafael, Leonardo, tan célebres que no necesitan de su apellido para ser reconocidos, no tienen una especialidad específica: sus bocetos pasarán de mano en mano muchísimo más caros que su precio en oro. Serán, simultáneamente, pintores, escultores, arquitectos, urbanistas, ingenieros militares, médicos. Los promotores ya no serán sus dueños. No directamente. Serán clientes capaces de provocar un conflicto diplomático internacional por tal de contar con sus servicios.
Inicialmente los arquitectos eran esclavos con dueño. A veces liberados por la calidad de su trabajo, configurando una especie de protoclase media que aguantaba su estatus precario imponiendo sus méritos y su formación. Los edificios eran firmados por otros: desde quien los adornaba, como es propio Partenón (¿quién recuerda a Ictinio y Calícrates por encima de Fidias?) hasta el emperador de turno, o su dueño. O, más tarde, un gremio, o una asociación de comerciantes: Hablamos del Panteón como una obra del cónsul Agrippa, cuando su concepción se atribuye a un esclavo personal de confianza con educación. Nerón es la única referencia para La Domus Aurea. Incluso la Asociación de Gremios de Barcelona consiguió eclipsar, en el siglo XIV, a uno de los mejores arquitectos catalanes de todos los tiempos, Berenguer de Montagut, autor de la Basílica de Santa María del Mar.
Esta manera de concebir la autoría de un edificio ha llegado a nuestros días. Arquitectos bien formados tendrían verdaderas dificultades en nombrar el equipo de arquitectos de Rockefeller Center. Se habla de una arquitectura Mitterrand. De las New Towns promovidas por el Greater London Council.
La arquitectura de la ciudad de Barcelona tiene una historia paralela habitualmente bandeada de las escuelas. En los años setenta se puede hablar, perfectamente, de Arquitectura Porcioles. El notario José María Porcioles, el principal alcalde franquista de la ciudad, mandó desmontar los coronamientos de decenas de edificios de la ciudad (muchos de ellos joyas del modernismo) para añadirles dos, tres, cuatro… hasta ocho plantas, de calidad arquitectónica insufrible. La autoría de muchos de estos remontes y de algunos de los peores edificios de la ciudad (desde la penúltima ampliación del propio Ayuntamiento a la Avenida Infanta Carlota, actualmente Josep Tarradellas, y sus edificios fuera de escala colocados al frente de un monumento falangista que representa el guiño más siniestro a Le Corbusier de cuantos conozca) corresponde a arquitectos bien conocidos: de Francesc Mitjans a José Soteras Mauri pasando por Eusebio Bona, Francisco de Paula Nebot, Raimon Duran Reynals… La aberración más representativa fue perpetrada por Santiago Balcells, el socio de Mitjans en el edificio del Banco Atlántico (ya reseñado en esta serie), que recreció el chaflán norte del Paseo de Gracia con la Calle Aragón hasta ahogar la finca vecina. Una tal casa Batlló.
Mención aparte merece el promotor José Luís Núñez, célebre por la compra masiva de las fincas más baratas del ensanche (precisamente los chaflanes) para edificar edificios marca de la casa, concebidos en diversas épocas por arquitectos tan conocidos como Margarit & Buixadé (siempre he pensado en qué seria de la arquitectura de Joan Margarit si, en lugar de volcar su capacidad poética en magníficos libros, la hubiese reservado para sus edificios), Carlos Ferrater, Òscar Tusquets, Enric Fargas o Alfredo Arribas, autor del único edificio interesante jamás promovido por el grupo: el B-Hotel, materialmente al lado de la Plaza de Todos de las Arenas. Núñez es también célebre por su antimodernismo visceral: responsable del derribo de varias fincas que deberían de estar catalogadas, intentó derribar, infructuosamente, la Casa Fuster de Domènech i Montaner, y consiguió edificar la finca donde debía ir la plaza de acceso a la Sagrada Família, ahogando el plan urbanístico que Gaudí había concebido para su entorno. A parte de querer (y casi conseguir) derribar una de las joyas de la arquitectura catalana reciente: el Correo Catalán, de Josep María Sostres.
Núñez es su propio arquitecto, autor de una obra que representa el antiurbanismo, la anticiudad, autor, junto con Porcioles, de ese grado cero de la arquitectura a la que algún día se debería meter mano. Queda para el debate el grado de responsabilidad a atribuir a los arquitectos que firmaron sus edificios.
País: España
Agentes: José Luís Núñez
Autoría de la imagen: Jaume Prat