Principios y procesos de una situación plural.
Sobre las competencias, responsabilidades y atribuciones que durante los últimos cien años han asumido y recibido los arquitectos en España y que han dado como resultado un profesional específico -muy valorado y solicitado internacionalmente- que en su acción y formación incluye lo que en otros lugares corresponde a los arquitectos por una parte y a los ingenieros por otra, como asunto previo en su debate, evolución, reconocimientos y futuro a una (modificación de) ley de servicios profesionales que mas debiera considerar esa circunstancia preexistente que no la contraria e inexistente.
En la polémica actual sobre el borrador de la (posible renovación de la) española Ley de Servicios Profesionales, con el ánimo de estimular una línea de razonamientos documentados y no únicamente basados en opiniones o intereses personales o colectivos, cabe recomendar una visita a la entrada de la wikipedia donde se atiende la entrada, razón, «arquitecto«. En esa entrada, de un modo pormenorizado, se desglosan tanto el término como el oficio y la profesión. Su lectura evidencia que el término «arquitecto» no ofrece discusión, aunque resulte variado el modo legal de acomodo del oficio y profesión, que es diferente según los países y culturas. Tanta es la variedad que buena parte de la entrada se dedica a una explicación, país a país, sobre las diferentes maneras de acceso a la profesión de arquitecto a través de estudios universitarios, de prácticas profesionales, de requerimientos y exámenes de estado y -en especial- sobre las competencias profesionales y por lo tanto sobre su convivencia con las, también diferentes según países y culturas, competencias, atribuciones y maneras de las paralelas y complementarias ingenierías e ingenieros.
Esa conveniente lectura desvela un arquitecto español -el actualmente formado y reconocido universitaria, profesional y legalmente- con unas competencias (formativas) y atribuciones (legales) que superan, ambas, las de otros países hasta el punto de ser la base simultánea de dos factores: por un lado el prestigio de los arquitectos españoles como profesionales -y con ellos de la formación y matrícula ofrecida en nuestras universidades, que son las encargadas del acceso a la profesión-, siendo comprensible así tanto la competitividad en los mercados laborales internacionales como la creciente entrada de extranjeros en nuestras Escuelas Técnicas Superiores de Arquitectura y, por otro lado y por comparación, la naturaleza doble del arquitecto español, que puede y debe considerarse simultáneamente arquitecto y también ingeniero de la edificación, precisamente por razón de las competencias definidas y alcanzadas en los estudios universitarios y por las (lógicas) actuales atribuciones. Una de las evidencias de lo anterior es la tradicional matrícula de ingenieros, ingenieros técnicos y aparejadores en las escuelas españolas de arquitectura, con la finalidad de ampliar visión, conocimientos, competencias y atribuciones. No consta lo contrario, y de constar será por escaso y peregrino.
Siendo así las cosas, y en nuestro país, vienen juntas una reflexión y un ejercicio de memoria. La reflexión tendría que ver con lo necesario de ser capaces de administrar con acuerdo, inteligencia y tino la libertad de organizarnos como individuos y sociedad y por lo tanto de regular, desregular y volver a regular, etc, profesiones, relaciones, mercados, culturas y tantas cosas con la ambición de alcanzar en una mutación constante la mejor de las sincronías entre las previsiones convencionales y el curso de los tiempos y situaciones. Se trata de una libertad a defender y, simultáneamente, cuidar, pero -por favor- no de manipular ingenua o atolondradamente. Y es que lo hasta ahora sabido sobre las intenciones de fondo del borrador de ley resulta tan alejado del conocimiento -siquiera superficial- de lo que actualmente es y significa un arquitecto formado y en ejercicio en España que cabe temer tanto por una pérdida de competencias internacionales como por una manipulación intencionada orientada a esa misma pérdida. Se ha de preguntar ¿A quién interesa esa manipulación? ¿Quién la pide y porqué?. Se ha de pensar que a nadie ni nadie, que simplemente se le ha ido la mano al legislador -posiblemente por prejuicios o por un conocimiento parcial de la situación- y que -a la vista de la petición de prudencia expresada por las organizaciones profesionales- posiblemente recopila ahora la información que las prisas o la imprudencia le han ocultado siendo previsible una (modificación de) ley que mas organice para mejorar la competencia colectiva que no desbarate gratuitamente. Así lo hemos de esperar, y para ello han de trabajar los representantes públicos y los profesionales, en este caso.
En cuanto al ejercicio de la memoria también viene con partida doble ya que parece urgente recordar por una parte que fue no hace tanto, en 1929, cuando se reguló en España la profesión de arquitecto y su sistema de organización profesional por un objetivo (y problema acuciante en su momento) de seguridad pública y por otra que basta un vistazo a la historia e incluso a la literatura para darse cuenta que la grandeza de términos como «arquitecto» o «ingeniero» se basa en su diferencia y complementariedad, jamás en su imposible equivalencia o sinonimia, hasta el punto de que, con estudios regulados o no, con organizaciones profesionales o no, los individuos y la memoria escrita siempre han sabido distinguir y nombrar a quienes han actuado como arquitectos y a quienes lo han hecho como ingenieros.
No parece necesario entrar en contradicción con una distinción que para unos y otros resulta honrosa y complementaria, menos aun cuando la realidad legal y profesional española vivida en el último siglo y hasta ahora mismo haya obligado a los arquitectos a formarse y responsabilizarse también como ingenieros (por fortuna el legislador del 29 no leyó el Vitrubio y evitó, menos mal, incluir la formación y responsabilidad como médicos). Pero no al contrario porque en nuestro sistema formativo y de responsabilidades nunca la titulación, competencias o atribuciones de ingeniería, ninguna de ellas, ha incluido las de arquitecto. Lo contrario es, en este caso, sencillamente ridículo e ingenuo. Lo es, además de pernicioso, para la economía nacional por el añadido abandono de una inversión colectiva que ha dado un producto solvente y de éxito en los mercados internacionales: el arquitecto (que incluye un ingeniero) español.
Asunto derivado es entonces, y era la reflexión en la que andábamos metidos estos últimos años, si esa condición hipermusculada profesional tan específicamente española debía persistir y, por lo tanto, si no resultaría necesario y urgente tanto acompasar nuestro sistema formativo al europeo (grado común a ingenierías superiores, posterior especialización como «arquitecto» mediante master y prácticas profesionales y posterior habilitación profesional como arquitecto, como ingeniero o como lo que resulte apropiado en cada caso mediante el mecanismo, examen o proyecto que sea pertinente) como reconocer la doble titulación, como arquitectos e ingenieros, de los actuales arquitectos en ejercicio profesional. Afrontar y resolver estas dos cuestiones, sin duda, permitiría abordar razonablemente y de manera limpia el contexto y las derivadas laborales, de mercado y competencia que preocupan -así debe ser- a nuestro gobierno.