5 de diciembre de 2012

Principios y procesos de una situación plural.
Sobre una historia no siempre contada de manera completa, en la que el lobo y el cordero se confunden y devoran mientras los demás animales observan, atónitos, el negocio de Pedro vendiendo las entradas de lo que no es un espectáculo sino una carnicería; sobre una clase que no es tal, la de los arquitectos, ni tampoco aristocracia; sobre una (re)habilitación profesional en marcha

El ejercicio profesional, como arquitecto, con independencia de la orientación (edificación, urbanismo, restauración, tasación y negocio inmobiliario, básicamente) que pudieran dársele a las atribuciones profesionales y a los conocimientos obtenidos mediante la carrera de arquitectura (antes de Bolonia carrera de «arquitecto superior», que era lo que decía el título y que será lo que suponemos conceda el rango de Master a sus titulares) requería a las personas que se iniciaban, en el tiempo de la transición española, a estar obligatoriamente subscritas en el Colegio Oficial de Arquitectos del lugar donde se ubicase su estudio profesional, suscritas a la Hermandad Nacional de Arquitectos (alternativa corporativa exclusiva a los sistemas estatales de pensiones y salud, similar a MUFACE, aunque de menor potencia en pensiones y sin subsidio de «paro») y -tan pronto se visaba el primer proyecto- suscritas a Asemas (el sistema de seguros profesionales para arquitectos que resolvía las denuncias en el año noveno por la responsabilidad decenal). «Subscripciones» que sumadas al coste del mantenimiento del local de una oficina marcaban el mínimo necesario para el ejercicio profesional. Un arquitecto podía asumir, completamente solo, TODOS los trabajos y responsabilidades necesarios para el levantamiento completo de una obra, desde el proyecto hasta su dirección y ejecución, incluyendo cualquier desarrollo técnico, de estructuras o de instalaciones y -en algunos casos- su negociación inmobiliaria. No era poco y actualmente sigue siendo no poco, parea quienes mantienen ese perfil, aunque las cosas hayan cambiado y mucho. 

Se trataba de una situación muy especial, por singular, en la que las atribuciones legales y convencionales, las tarifas profesionales, el amparo colegial en el sistema de registro de «encargos», después de cobros y defensa legal configuraban un escenario peculiar y envidiado: el de la llamada «aristocracia» de los arquitectos, considerada así como una clase profesional y social privilegiada. Privilegiada por tratarse de «pocos» sujetos y por tener autoridad social (responsabilidad reconocida legal). Puede que en esa tesitura se cimentase el sambenito de «dioses» arquitectos, tan del gusto de los comentarios de otras profesiones y clases por entonces, y que aún hoy persiste en su inercia.

De modo predominante en los ambientes de provincias, pero también en los metropolitanos, eran numerosos los arquitectos que, en ese contexto, iban adelante y muy bien con un edificio de viviendas cada tres o cuatro años, o un «chalet» por año, que, en base a la posibilidad comentada,  hacían solos, o casi. Este tipo de arquitectos, sin linaje previo conocido, en su mayoría fueron fruto de la (bendita) universalización de la universidad, y algunos -merecida o artificialmente- fueron «creciendo» en una especie de «new deal» hispánico-profesional que ha dado nombres, estudios, arquitecturas y planeamientos tanto comprometidos como virtuosos. 

Otros… encontraron caminos mas fáciles o de éxito económico directo, a costa de su propia dignidad o de la salud pública y a favor de la cultura del oportunismo ciego. Incluso eso era posible. Y otros, en una actitud entonces sencillamente despreocupada, se habituaron a trabajar en estudios de arquitectos, ingenierías, constructoras e inmobiliarias sin ningún tipo de contrato, manteniendo su estatus profesional, facturando mes a mes por la sencilla razón de querer dejar abierta una puerta para -en su tiempo «libre»- poder atender, y también facturar, pequeños o no tan pequeños proyectos paralelos. Este último grupo, a partir de finales de los años ochenta, alcanzó a los estudiantes «eternos» de proyecto final de carrera, nunca titulados pero aun así en labores de «autónomos».

En paralelo, en una progresión mas geométrica que aritmética, se fue incrementando el número de titulados «arquitecto», de modo que paulatinamente se extendía la presencia social de esta profesión y oficio, situándose una buena parte de los nuevos titulados en puestos laborales relacionados con la administración pública o en las universidades.

Incluso para el caso de los funcionarios y catedráticos o profesores en exclusiva -que no deberían hacerlo por incompatibilidad o deberían hacerlo a través de las propias administraciones públicas o universitarias, pero lo hacían con sociedades interpuestas o mediante inocentes «socios» de estudio- un arquitecto facturaba, entonces, a clientes que habían comprometido encargos en base a unas tarifas regladas y cobraba a través del colegio, que -a su vez- descontaba su parte correspondiente mediante el visado. Los arquitectos tenían cuotas colegiales, fijas y periódicas, y descuentos colegiales por visado, asociados a cada proyecto. 

Volviendo al principio, los años setenta, era raro que un arquitecto facturase a otro arquitecto, cuando delineantes y aparejadores eran el apoyo profesional. Después lo raro podía ser que un arquitecto sólo facturase a otro arquitecto y a nadie más. Hace veinte años -justo antes de la revolución informática, en el umbral de la revolución de las leyes de competencia y de la definitiva explosión demográfica universitaria- ya no era así: la mayoría de los arquitectos, y buena parte de los estudiantes de arquitectura, trabajaba para otros arquitectos de manera subsidiaria. Subalternos, entonces, que mantenían el estatus profesional (y por lo tanto soportaban la dinámica económico-laboral de «autonomía» profesional con las suscripciones obligatorias y la fiscalidad correspondiente) o bien porque simultaneaban su trabajo en varios estudios o «colaboraciones», o bien porque tenían la esperanza de esa simultaneidad. Los estudiantes, muchas de las veces, o no cobraban por su trabajo o si lo hacían era de un modo voluntarista, no reglado, errático. 

Los delineantes, en cualquier caso, habían desaparecido y en los estudios de arquitectura ya sólo habían arquitectos. A todo este proceso sociólogos como José Miguel Iribas lo denominaron de «proletarización» de los arquitectos, en una retórica retroactivamente profética.

El arquitecto «aristócrata», de familia de arquitectos o constructores de toda la vida, ha dado paso (mediante diversas reglamentaciones que han fragmentado sus responsabilidades e, incluso, atribuciones; mediante la eclosión del acceso a la profesión a través de la carrera universitaria y mediante una sistemática -no política, sino económica, aplicada por los gobiernos de todos los colores- deconstrucción en base a la defensa de la libertad de mercado y competencia) a un arquitecto «proletario» según la profecía retroactiva mencionada. Es así, y aunque parezca contradictorio es un logro social -quizás descompensado en la medida en que otras profesiones no han sido tan tan tan tan requeteproletarizadas, especialmente las relacionadas con la economía y el derecho, que mantienen privilegios arcáicos- a celebrar. Y sin embargo, en la lógica de la lucha de clases, esa misma proletarización ha dado paso a (innumerables) situaciones de explotación de arquitectos por arquitectos.

Hace menos de dos semanas el Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España y el Sindicato de Arquitectos (de reciente creación, definitivo aval de «clase» y evidencia de la profecía), en la prolongación de una dinámica que ya hace un tiempo iniciaron algunos colegios con políticas de «laboralización profesional» firmaban un acuerdo orientado a motivaciones y acciones conjuntas «en defensa del empleo digno entre arquitectos» o, dicho de otro modo, de combate contra la mala praxis de la contratación irregular. Era necesario y culmina, al darle visibilidad, una política de actualización social paciente y delicada por parte del CSCAE y urgente y necesaria por parte del SdA. Pero también queda palpable en la secuencia temporal mencionada la que probablemente sea razón principal de la «desaparición» en una especie de agujero negro de prácticamente tres generaciones de arquitectos (las de quienes ahora mismo se encuentran entre los 40 y los 55 años, las generaciónes genéticamente subsidiarias… las primeras en ser «explotadas»)

Se ha de ponderar y agradecer a quienes en el tiempo reciente se han esforzado en separar el grano de la paja, identificando lo inaceptable, distinguiéndolo de lo voluntario y pudiendo finalmente evidenciar que profesión y clase no son sinónimos… ni tampoco antónimos. No debieran. 

Va el aplauso por una manifestación de voluntades que resultaba urgente por demorada, y por las presiones que han ayudado a determinarla, entre otras las de blogs combativos como los de arquitectos explotadosn+1 o multido, entre otros. Ójala llegue a tiempo y sea el inicio de una completa (re)habilitación, útil a la sociedad y también a cada una de las personas que siendo jóvenes e ingénuos pensaron que «serían» arquitectos y que hoy descubren que la suerte es otra: la de, con fortuna, no «ser» sino «trabajar» en arquitectura, sin explotar ni ser explotados. Trabajadores de la arquitectura.

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