Mangado: «intento sintetizar un contexto que “atenta contra la posibilidad de hacer una arquitectura como la que veníamos haciendo hasta ahora”.
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con la autorización de su autor
Lectura de Ingreso en la Academia Francesa
Crisis de la Arquitectura o Crisis Contra la Arquitectura
Señora presidenta de la Academia de Arquitectura de Francia, Señor embajador de España en Francia, Señor embajador de España ante la UNESCO, Miembros de la Academia, amigos y amigas, compañeros y compañeras que me acompañáis hoy aquí:
Quisiera en primer lugar y, como es de rigor, agradeceros el honor que me habéis hecho al aceptarme como miembro extranjero en tan reputada institución. Un honor al que espero corresponder desde este mismo momento, llevándolo con la dignidad, la responsabilidad y la dedicación que merece, e intentando demostrar con mi ejemplo que no os habéis equivocado en vuestra generosa elección.
Las palabras de hoy son consecuencia de las cada vez más abundantes dudas que ofrece la situación de la arquitectura en nuestros días.
Responden a preguntas acerca de cuál puede ser el papel de los arquitectos de mi generación, formados en escuelas españolas con alto nivel politécnico, pero que cada vez más tenemos más dificultades para hacer arquitectura. Así, en la disyuntiva entre optar por un discurso más conceptual dedicado a un tema o autor, o bien ofrecer unas palabras que busquen describir algunas de las realidades que definen la más que preocupante realidad en la que debemos movernos, he preferido inclinarme por lo último, al entender que lo primero ha de verse sacrificado para subrayar una situación que me atrevo a calificar como de crisis “contra” la arquitectura. Crisis “contra” la arquitectura en clara oposición a las históricas crisis “de” la arquitectura.
Desde la condición de docente en distintas instituciones académicas — condición compartida con un buen número de los aquí presentes—, he intentado realizar el ejercicio de definir en un decálogo los que a mi modo de ver son algunos de los condicionantes impuestos en la sociedad y por la sociedad. Condicionantes que, en la mayoría de los casos, están al margen del significado de la arquitectura, pero han transformado la manera entender y afrontar nuestro trabajo. Condicionantes, en definitiva, que afectan al ADN de la arquitectura y a la valoración que esta merece por parte de esta sociedad a la que servimos.
Quisiera dejar muy claro, antes de entrar en materia, que no es mi intención que, tras escuchar esta intervención, lleguen ustedes a la conclusión de haber asistido a un discurso presidido por un gran pesimismo. O por la visión de un arquitecto que, anclado en una generación y una manera de aprender la arquitectura, es incapaz de entender la realidad presente. Les aseguro que he intentado escapar de ambas cosas. La arquitectura, como cualquier hecho creativo, requiere, más aún en nuestros días, del optimismo como herramienta esencial. Pero por ello mismo es importante intentar tener una visión lo más certera posible de lo que ocurre a nuestro alrededor. Que las “ramas no nos dejen ver el bosque” no puede ser una opción. En este sentido, solo espero que este breve decálogo que comparto con ustedes y que tiene el carácter de reflexión personal y seguramente elemental, sea de utilidad para dotar a mis alumnos de un conocimiento acerca de la realidad a la que pronto se van a enfrentar. Es precisamente este conocimiento el que les permitirá hacer más eficaz la poderosa arma que en sí misma es el optimismo.
Quiero igualmente indicar que estas reflexiones parten sobre todo de la situación vivida en mi querido país, España. En España, la evolución de la arquitectura no ha sido lineal, sino más bien abrupta. En poco tiempo se ha pasado de una situación que podríamos considerar ideal tanto en lo que a la ejecución y sistemas productivos de la arquitectura se refiere, a otra situación distinta y asimilable a la del resto del mundo occidental. Una situación de la que forma parte la “crisis contra la arquitectura” a la que me estoy refiriendo. Los arquitectos españoles, viviendo la feliz situación que supuso para nuestra profesión la llegada de la democracia, no pudimos adivinar la crisis que se nos avecinaba, y no nos preparamos para ella. Siempre he pensado que los que nos movíamos enseñando en otras universidades americanas y europeas y, por tanto, sí éramos conscientes de las transformaciones radicales que se estaban dando respecto a la manera en que nosotros ejercíamos nuestra profesión apoyados por una potente acción pública, tenemos cierta culpa por no advertir del inevitable fin de esta situación ideal. Esto, probablemente, hubiera permitido un tránsito más suave hacia las nuevas reglas y, sobre todo, habría evitado que el cambio supusiera la renuncia súbita a los valores de nuestra disciplina. No sé, sinceramente, si esta transición suave hubiera sido posible, pero la realidad es que en España, en poco tiempo, se ha producido un increíble deterioro de la atmósfera arquitectónica.
Cualquier disciplina se desarrolla como consecuencia de crisis sucesivas. Solemos oír que la arquitectura siempre ha estado en crisis. Bienvenidas sean las crisis, pues. Las crisis “de” una disciplina son sinónimo de movimiento, de respuesta y fortalecimiento de unas esencias que, lejos de perderse, se actualizan y quedan reforzadas por los cambios. Las ciencias, ávidas de conocimiento, progresan de manera cada vez más rápida y eficaz, adaptándose al uso de nuevas técnicas que, a su vez, generan nuevos interrogantes. Las artes se transforman a partir de nuevas preguntas generadas mediante la interacción con la sociedad y la naturaleza, así como con el uso de nuevas técnicas y sistemas de experimentación expresiva. Cada cambio en nuestro entorno se ha visto plasmado en movimientos de las distintas disciplinas, que han ido generando a su vez nuevas realidades y posibilidades. Posibilidades y realidades que, leídas en términos históricos, han supuesto la capacidad de la arquitectura para adaptarse y “seguir existiendo” en un mundo que cambia. Este comportamiento define las crisis “de”: “de la Arquitectura”, en nuestro caso. Esto nos llevaría a concluir que, afortunadamente, la arquitectura siempre ha estado en crisis. Queda, por tanto, muy lejos de mi intención juzgar los necesarios cambios que se han dado en la historia de la arquitectura. Parto de la base de que cualquiera de estos períodos evolutivos se justifica por el mero hecho de formar parte de nuestra historia, y significa en sí mismo algo positivo: el intento de sobrevivir y adaptarse.
Creo, sin embargo, que hoy asistimos a un nuevo tipo de crisis, que definiría como crisis “contra” la arquitectura. Esta no surgiría en el contexto de ese proceso interno de adaptación a las nuevas realidades, y no formaría parte del mecanismo de reacción ante nuevos sistemas de valores y maneras de trabajar. Se trataría, más bien, de una crisis impuesta que afecta de manera sustancial a las esencias que definen qué es la arquitectura. Y ello hasta el punto de que, en este momento, se correría el riesgo de que la arquitectura, disciplina compleja en la que el hecho creativo y de síntesis cultural es fundamental, quedara relegada a la condición de mero acto material y productivo, lo cual reduciría nuestra disciplina a un mero objeto más del mercado. Crisis “contra” la arquitectura, por tanto, que en modo alguno responde a un acto planificado contra ella, pero que es consecuencia del culto “al todo vale “ y a la falta de referencias sólidas, también las históricas, siempre sospechosas de imposición. Naturalmente, es en las disciplinas más propias de la creación, del pensamiento y de la dimensión cultural, como es el caso de la arquitectura, donde esta imposición exógena, quizás imperceptible para la mayoría de los arquitectos de las nuevas generaciones, se hace más perniciosa y de difícil retorno.
Permítanme que este pequeño discurso se centre en descubrir algunas de las razones, en ocasiones sutiles, que están definiendo esta crisis que llamo “contra” la arquitectura.
1. En primer lugar, estamos en una realidad donde la corporación, lo corporativo, se impone a lo individual. El “mercado” todopoderoso y también las instituciones políticas prefieren trabajar en contextos cuyo objetivo básico, aparte del beneficio, es minimizar el riesgo.
Las decisiones individuales implican más riesgo y pueden resultar peligrosas en la medida en que su dinámica resulte crítica. El sistema corporativo tiene, en teoría, el valor de darnos la seguridad colectiva para evitar así las responsabilidades individuales. Así las cosas, lo corporativo debería generar un contexto en el que pudieran darse con mayor fuerza las decisiones individuales, un contexto con menos aversión al riesgo y que alentara la creatividad que define a nuestra especie. Pero ha ocurrido lo contrario: lo corporativo, en casi todas las áreas, se ha convertido en un lugar donde la excelencia y la creatividad personal quedan asfixiadas. En la arquitectura, las decisiones colectivas, tomadas por muchos en igualdad, sin jerarquía, no son siempre (debemos dejarlo claro cuanto antes) la mejor opción. El trabajo en equipo siempre ha existido en la arquitectura, pero ha existido jerarquizado en pro de un mejor proyecto, no diluido en una serie de decisiones que implican la disolución de las responsabilidades de los arquitectos. Seguridad, corrección, aceptación del dictado de un pensamiento diluido y común, definen hoy un contexto en el que la voluntad de dar más de lo que el mercado reclama, de superar los mínimos, cada vez es menos frecuente. Suelo decir a mis estudiantes que los arquitectos hemos de trabajar con la realidad, desde el conocimiento de la misma. Pero siempre a condición de que tengamos la voluntad de transgredirla, de superarla, de verla con ojos distintos. Desde la perspectiva corporativa, la arquitectura es solo el reflejo de lo que nos rodea; pero, desde el riesgo asumido por el arquitecto, la arquitectura es más: transforma la realidad. Y todo ello sirviendo a la sociedad, no siendo servil. Esto implica que, en muchos casos, para servir a la sociedad, los arquitectos vayan en contra del pensamiento común de la sociedad. Este es, precisamente, uno de los hechos que nos hacen avanzar, que han contribuido a dar forma a la historia de la arquitectura. Así pues, en la medida en que ofrece un «producto arquitectónico» concebido como medida destilada por el mercado, la organización corporativa anula la parte creativa y arriesgada de la mejor arquitectura.
2. Consecuencia y la vez origen de esta concepción corporativa —y ambas en um proceso de retroalimentación— es la especialización como manera de organizar el conocimiento. Creo que pocas cosas hacen tanto mal a la arquitectura como la especialización. El conocimiento especializado, si no se produce en un marco de conocimientos general, pierde conciencia de su objetivo último y dificulta la síntesis que es sustancial al proyecto de arquitectura. La arquitectura, por su naturaleza, es una disciplina cuyo conocimiento requiere ser generalista e integrador en el más puro sentido renacentista. Nuestro trabajo, el proyecto de arquitectura es, fundamentalmente, un trabajo de síntesis. Manejamos infinidad de variables y conocimientos específicos, pero el proyecto de arquitectura, informado de todos ellos, es mucho más que una suma lineal de las respuestas a cada uno de los problemas, solución esta que sería la de los defensores de la especialización. La arquitectura como propuesta aspira a adquirir un valor “per se”, distinto y superior, que tiene su origen en esa síntesis propia del conocimiento intuitivo. Un conocimiento que, por cierto, proviene más de la relación entre las partes que de la organización del conocimiento en compartimentos estancos. Es verdad que no podemos renunciar al conocimiento descriptivo y racional; lo contrario sería necedad. También es verdad que no es posible la síntesis sin operar sobre un conocimiento de la realidad. Pero, si la conclusión de todo esto es esa especialización simplista a la que me vengo refiriendo, creo que, sinceramente, estamos perdidos. Sobre esto, me gustaría añadir que no es verdad que el trabajo en equipo, tal y como hoy se concibe —es decir, como el resultado de equilibrio entre partes igualmente especializadas y sin jerarquía—, pueda sustituir de ningún modo la capacidad de síntesis y la intuición como instrumento de conocimiento arquitectónico. Esta manera de entender la especialización condiciona muy negativamente la manera de organizar las universidades y la enseñanza de nuestra disciplina.
3. El mercado así estructurado se caracteriza, como decíamos al principio, por tener una extraordinaria aversión al riesgo. La seguridad, lo previsible, cotiza al alza. Todo ha de estar previsto, incluso lo imprevisto. La sociedad actual exige que todo esté regulado. Surge así una hiperinflación de normativas, regulaciones, protocolos, controles, procesos que garantizan que no nos equivocamos, que no existen peligros, aunque renunciemos con ello a la excelencia. Preferimos la vulgaridad de la media, hecha ahora norma, a la excelencia implícita al riesgo. Creo, sin embargo, que la historia nos ha demostrado que es en el riesgo donde radica el avance y que es cuando menos arriesgamos cuando más nos equivocamos y más riesgo corremos. Vivimos en el mundo de normas y consecuentemente de una inmensa burocracia que ha de garantizar su cumplimiento. Un cumplimiento simplemente mecánico la mayor parte de las veces. Todo ha de estar controlado y bien regulado, aunque no sea necesario. Y no solo hablo de la función pública, sino también de la corporación privada que, cada vez más, supera a la tradicional burocracia pública en la carrera por controlar y regular cualquier actividad. Lo dicho: “miedo al riesgo”. Los arquitectos, especialmente aquellos que trabajan en estructuras corporativas y falsamente jerarquizadas —y como consecuencia de ello los estudiantes—, cada vez más confunden el éxito del proyecto con el hecho de superar, desarrollando para ello incluso trucos que se confunden con la habilidad arquitectónica, la interminable maraña burocrática y normativa que conduce al tan ansiado permiso de construcción. Valga al respecto el siguiente ejemplo: en mi país, la media de tiempo para obtener el permiso de construcción una vez presentada la ingente documentación requerida al efecto, está entre el año y medio y los tres años. Y, recientemente, el colegio de arquitectos de España ha constatado, tras realizar una encuesta entre los agentes inmobiliarios, que la habilidad más valorada a la hora de seleccionar el arquitecto para desarrollar un proyecto, lejos de ser la calidad de la arquitectura, es la capacidad gestora para, en un tiempo mínimo, obtener el citado permiso. No importan los medios con los que esto se consiga. En este contexto, los arquitectos que buscan la excelencia proyectual devienen en poco fiables y poco eficaces, pues ya no es la calidad de la arquitectura lo que es realmente eficaz, sino la capacidad de gestionar el marasmo burocrático y normativo (pensemos por ejemplo en la broma que sería aplicar este criterio a la asistencia médica: el mejor médico es el que hace un diagnóstico más rápido, no el más certero). El resultado son miles de dibujos generados por un ordenador sin control: no importa la calidad sino la cantidad. Miles de folios que nadie mira. ¿De verdad todo esto redunda en una mejor arquitectura? No lo creo en absoluto. En lo que redunda es en más arquitectura previsible. Más vulgaridad formal e intelectual. Más apariencia y menos “ser”. Esto último como solución legitimada por el mismo mercado, que, asustado ante su insoportable vulgaridad, busca quizás escapar de ella sin ser consciente de que genera otra vulgaridad incluso mayor: la búsqueda de la novedad por la novedad.
4. Esta arquitectura controlada por la regulación estéril, que no corre riesgo alguno que no sea el de la inversión económica, reconduce la relación entre la arquitectura y la construcción. Entre la construcción y la industria. En el nuevo panorama, la industria ya no es la manifestación material de un contenido ideológico, y esto se debe a varias razones. En primer lugar, el proyecto no es ya la base obligada de relación entre el arquitecto creador y el arquitecto constructor. Por el contrario: el proyecto hoy es un documento que se puede construir sin la participación de aquel que lo creó. En segundo lugar, la industria no es un agente que acompaña al arquitecto en el proceso creativo del mismo, ayudando con sus medios a hacer realidad una idea y una cultura arquitectónica. Y, en tercer lugar, la antigua y fructífera relación entre el proyecto y la industria se sustituye por otra más estéril, que implica la imposición de una serie de catálogos con soluciones comerciales ya homologadas. El resultado es que la emoción que se deriva de la construcción del proyecto, desaparece. Una vez más, se da aquí la ausencia del riesgo creativo como sinónimo de bondad y seguridad. Por supuesto, no abogo por evitar el control de calidad constructivo, pero sí niego una manera de hacer que transforma el proceso de proyecto en la mera suma lineal de una serie de opciones. Opciones que son consideradas buenas simplemente porque lo diga una estadística realizada por una compañía aseguradora cuyo único fin es el beneficio material. La conclusión es que la belleza implícita en cualquier realidad material de la arquitectura, conducida por el diseño cuidadoso y creativo, se ve sustituida por la frialdad repetitiva y aburrida de lo que ofrece el mercado en sus catálogos. ¿El resultado final de todo ello? Arquitecturas aburridas, repetidas con independencia del lugar o de las circunstancias que las enriquecen.
Arquitectura sin “alma”, sin espíritu, sin ciudad.
5. Cuando la realidad se mueve en este desprecio por los valores creativos y culturales, la consecuencia es la valoración del objeto autónomo por encima de todas esas circunstancias particulares que alimentan la arquitectura de contenidos. En esto, la arquitectura más aburrida y previsible, de catálogo y burocrática, temerosa del riesgo, se parece mucho a aquella arquitectura que busca la sorpresa por la sorpresa a partir de un objeto casi siempre de naturaleza epitelial o caligráfico cuyo objetivo es servir al día de la inauguración, que en este caso puede ser incluso solo virtual. Se trata de dos maneras de afrontar la misma falta de contenidos: ambas tienen en común la absoluta desconsideración hacia los valores de lo específico, de lo distinto. Ambas se nutren de autorreferencias, y se sitúan al margen de algo que considero fundamental para la arquitectura: el contexto. Y hablo del contexto en toda su complejidad: cultural, histórico, geográfico, físico, climático, económico, político, social. Suelo insistir a mis estudiantes que la realidad que nos rodea, lejos de ser un problema, es la mejor oportunidad para hacer arquitectura. La cuestión es cómo ver esa realidad. Si el proyecto de arquitectura se limita a ser un objeto reflejo de la misma, hablamos de oportunidades perdidas. Si, por el contrario, su origen radica en una voluntad de transgredir, de superar esa realidad a partir de su conocimiento y de lo que nos sugiere, hablamos de oportunidades aprovechadas. La globalización y la imposición de los patrones materialistas propios de una sociedad acultural están detrás de la pérdida de capacidad para enriquecer nuestro trabajo a partir de lo específico, de las raíces y de los problemas. Creo que esa afirmación, extrema, adquiere hoy valor. Por ello, más que nunca, nos atraen arquitecturas construidas en países en donde el contexto, por razones culturales, sociales o económicas se hace más presente e inexorable. Y es en estas arquitecturas donde apreciamos con gusto ideas y momentos, maneras de hacer, donde la capacidad creativa permanece a pesar de la escasez de medios. Admiramos en estos casos la autenticidad de un trabajo que sentimos como cercano, como arquitectura de verdad. La falta de reflexión sobre lo que somos y lo que nos rodea, del contexto como generador de arquitectura, es, a mi entender, una de las causas principales de la “crisis contra” la arquitectura.
6. Pensemos ahora cuál sería el instrumento más eficaz si queremos dominar y esterilizar en términos creativos, de pensamiento, una sociedad. Sin duda sería poder controlar y definir el uso del tiempo. El tiempo es sin duda el material más importante para casi todo pero, particularmente, para cualquier actividad propia del pensamiento y de la creación. Vivimos momentos en los que la rapidez y la falta de reflexión son constantes que afectan en todas las actividades, y que repercuten de manera especialmente intensa en la arquitectura. No sé cuál es el caso de Francia, pero en España, durante las últimas décadas, ha ido reduciéndose cada vez más el tiempo dedicado a la acción arquitectónica. Hay cada vez menos tiempo para pensar, desarrollar y construir un proyecto, pero cada vez más tiempo estéril para alimentar los ya citados procesos normativos y burocráticos. Necesitamos tiempo para hacer el proyecto, tiempo para construirlo, tiempo para disfrutarlo. Pero necesitamos, sobre todo, el tiempo que acaba siendo el juez más certero a la hora de dar el significado que requiere toda buena arquitectura. El tiempo como juez supremo. La significación y el valor arquitectónico, que antaño solo se adquiría con el juicio y el paso del tiempo, se pretende obtener ahora desde la inmediatez y la angustia que supone la búsqueda de la novedad inmediata. Una novedad que dure, al menos, lo que dura el espectáculo de la inauguración. Después, otra novedad sustituirá rápidamente a la anterior, para alimentar un bucle sin fin en el que, al final, la densidad que aporta el tiempo se sustituye por el ruido del momento, de la actualidad. Definitivamente, nos están hurtando el instrumento para generar arquitectura.
7. Las escuelas de arquitectura se han transformado, durante los últimos años, en simples productores de títulos académicos. En España, cuando yo estudiaba al final de los años setenta y comienzo de los ochenta, existían ocho escuelas de arquitectura. Todas ellas seguían modelos públicos de enseñanza. Pero en el año 2006 existían ya cerca de cincuenta escuelas, la mayor parte de ellas privadas, con un profesorado escasamente formado y en buena medida —y perdonen que sea tan claro— más centradas en hacer negocio que en enseñar el oficio de arquitectos. La crisis financiera y la aplicación del Plan Bologna no hicieron sino agudizar una crisis de la enseñanza cuyos fundamentos se fueron transformando como consecuencia de los postulados y realidades descritas hasta el momento. Para dulcificar los esfuerzos y hacer fáciles los aprobados —ahora se garantizan prescindiendo del esfuerzo y el rigor—, se eliminaron en España buena parte de las enseñanzas troncales que dotaban de una formación consistente de la arquitectura. Es el caso de la formación politécnica, y de las materias que afectan a la construcción, estructura y materiales, todas ellas esenciales para formar un arquitecto integral, constructor. Debemos insistir en que es la formación politécnica la única que puede garantizar que los arquitectos no se conviertan en simples “asesores de fachadas”, que es la condición a la que nos quiere abocar el sistema actual, dominado por la especialización simplista. Lo mismo puede decirse con algo tan sustancial como la historia de la arquitectura, que ha desaparecido o se ha visto muy disminuida en la mayoría de los programas docentes. El conocimiento de lo que hemos hecho y heredado, de las ideas que han ido cuajando, de la evolución y las crisis “de” arquitectura a lo largo del tiempo, lejos del valor erudito que en sí mismo implican, son el mejor apoyo para enfrentarnos al proyecto de arquitectura. Hurtar a los estudiantes este instrumento es una suerte de engaño que ya estamos pagando caro. Pero ocurre además que estos conocimientos de los que hemos prescindido en modo alguno se han visto compensados por otros nuevos que, aunque casi nunca han estado incluidos en la mayoría de los programas docentes, bien podrían haber servido para procurarnos ese conocimiento generalista e integral que ya hemos reivindicado sobradamente. Nos referimos a aquellos conocimientos que sirven para entender mejor la sociedad a la que servimos, y que incluyen entre otros la filosofía, las artes, la sociología o la economía…. Esta realidad, sumada a la ya mencionada obsesiva especialización, hace que el arquitecto y la arquitectura sean considerados cada vez más como prescindibles. La dejación de funciones y responsabilidades en otros profesionales, especialmente en los ingenieros, es consecuencia de todo ello. Y el cada vez más disminuido prestigio de los arquitectos en la sociedad, también. Lo ya dicho: corremos el riesgo de convertirnos en asesores de fachadas. Pero, ¡cuidado!: esta labor también la pueden realizar mejor los diseñadores gráficos…
8. La fragilidad en el campo formativo y docente es también consecuencia y, a la vez causa, del triunfo del acercamiento exclusivamente visual a la arquitectura. La falta de la profundidad y la debilidad de la formación universitaria hoy resultan coherentes con el triunfo de la cultura de la imagen. Una cultura meramente visual que va en detrimento del pensamiento y la crítica. Antes se visitaban los edificios, se veían en sus contextos y se juzgaban en su realidad histórica. Se analizaban los contenidos con sentido crítico de manera que se iba tejiendo un cuerpo disciplinar transmisible, apto para el aprendizaje y base esencial sobre la que proyectar la evolución de la arquitectura y sus cambiantes contenidos. Se tejía una biblioteca de referencias que, siempre abierta a nuevas adquisiciones, permitía dotar de solidez a las sucesivas expresiones arquitectónicas individuales que se iban sucediendo en la configuración dinámica del cuerpo común de la arquitectura. Llegó un momento en el que los edificios dejaron de visitarse, pero, al menos, la enseñanza en la universidad y las publicaciones rigurosas, a través del estudio de planos, secciones y de todos aquellos otros contenidos de la teoría crítica del proyecto, nos permitía desarrollar el aprendizaje instrumental e ideológico que heredábamos de la historia. Pero hoy la teoría de proyecto de calidad ha dejado de cotizar, porque es difícil y exige un conocimiento tanto teórico como práctico, y se confunde en muchos casos con una crítica de la arquitectura en donde se mezclan confusamente variados tipos de referencias, desde la sociología hasta la historia, la política, la anécdota…. Igualmente, los proyectos ya no tienen que ver con la realidad. Lo prioritario son las imágenes, ni siquiera los dibujos que explican las relaciones. Y tampoco hay por qué abrir un libro. Los nuevos medios de comunicación, Facebook o Pinterest, ofrecen todo, sin distinción de calidad y, en ocasiones, con imágenes corregidas para cambiar lo construido, en un vergonzante ejercicio de arquitectos sin escrúpulos.
Naturalmente, la ya citada falta de rigor y exigencia en la enseñanza de arquitectura resulta coherente con esta aproximación solo visual e inmediata del proyecto arquitectónico. El objeto ya no debe ser resultado de ideas y reflexión desde el contexto sobre la que se actúa, pues esto puede tildarse de conservador, desprender un tufo académico. El objeto “per se”, sólo como expresión de sí mismo, o mejor, como imagen de sí mismo, ha triunfado.
9. Otro rasgo muy preocupante de esta deriva es la cada vez más evidente ausencia de la arquitectura y de los arquitectos en las decisiones que afectan a la ciudad. La planificación, el diseño de la ciudad, está cada vez más lejos de nuestras preocupaciones. Hoy las cuestiones legales y económicas, más aún incluso que las que afectan a las infraestructuras, definen la mayor parte de las decisiones urbanas. Esto afecta muy negativamente a nuestro trabajo. Por un lado, se ha debilitado nuestro papel a la hora de diseñar la ciudad, particularmente en lo que afecta a la definición y formalización del espacio con dimensión pública. Por otro lado, y como consecuencia de ello, los arquitectos estamos perdiendo la oportunidad de pensar y proponer modelos diseñados sobre la idea de que la ciudad es el mejor instrumento para materializar la dimensión social que siempre he pensado debe tener nuestra profesión. Estamos perdiendo, pues, una vocación y un trabajo que ha protagonizado algunas de los momentos más intensos de la historia de la ciudad, particularmente durante el siglo veinte. Y con ello estamos renunciado a tener presencia en los debates urbanos; una presencia que antes había sido muy significativa tanto en términos de pensamiento como de reconocimiento social. La cuestión de la ciudad, al quedar fuera de nuestro ámbito, disminuye sustancialmente el sentido de nuestro trabajo y, lo que es peor, da alas a la opinión que la sociedad, crecientemente negativa, tiene respecto al papel y la responsabilidad de los arquitectos. Al menos desde mi perspectiva española, cada vez más vemos que las intervenciones urbanas más importantes están en manos de grandes fondos económicos ante los que las distintas administraciones se sienten impotentes. En algunos de estos casos, los arquitectos, cuando son llamados a participar, son elegidos más por su capacidad mediática que porque su papel vaya a ser definitorio a la hora de tomar las grandes decisiones. Se trata, en definitiva, de otro tipo de banalidad arquitectónica. Por otra parte, las regulaciones urbanísticas cada vez son más enmarañadas y complejas, hechas en su mayor parte por abogados. Y el resultado es que, por ejemplo en España, más del ochenta por ciento de los planes urbanísticos están en los tribunales, en su mayoría por cuestiones de procedimiento formal. Una vez más. es la enorme burocracia, en ese caso urbanística, la que anula en el proceso los objetivos, que pueden resultar complejos y tediosos en el tiempo, para centrarse en lo inmediato, que es solo cumplir las reglas y normativas, por estúpidas que estas sean. Este proceso, que ya venía dándose en buena medida por la dejación de los arquitectos, se ha intensificado hoy de manera clamorosa. Al menos, en el caso español, a partir de la crisis financiera del 2008. Es en este momento cuando se produce la irrupción del más brutal liberalismo aplicado a la ciudad y sus gentes. El momento en el que empieza a morir la planificación urbana inspirada por los intereses públicos. Esa planificación con sentido cívico, de la que los arquitectos éramos los mejores garantes. Y lo que ha ocupado el lugar de la planificación es la negociación: la negociación de la ciudad dirigida por financieros y abogados.
10. Para terminar este decálogo, y con el ánimo de recalcar lo dañino que resulta la especialización mal entendida, me referiré a otro fenómeno: la obsesión por adjetivar la arquitectura. Hablamos de la arquitectura de la vivienda. De la salud. Del comercio. De la industria……y naturalmente de los especialistas en estas arquitecturas. Pero no hablamos de la arquitectura desde los principios que hacen que ésta esté bien o mal. ¿Se imaginan, solo por citar un ejemplo, a Maurice-Louis Duport, arzobispo de Besançon, cuando encargó la capilla de Ronchamp a Le Corbusier, eligiendo al arquitecto en función de que fuera un “especialista” en iglesias y no el mejor arquitecto? Pero lo mismo ocurre con otro tipo de adjetivaciones digamos que más actuales. Pensemos por ejemplo en la cuestión medioambiental. En España, supongo que al igual que en Francia, existe multitud de normativas que obligan a instalar gran cantidad de elementos tecnológicos con el objetivo de ahorrar energía. “Medidas activas”, las llamamos. Pero no existe ninguna, que yo sepa, que obligue a orientar bien el edificio en cada contexto específico, que es lo que seguramente haría un buen arquitecto. “Medidas pasivas”, llamaríamos a estas medidas que son, en realidad, las más activas por ser las más permanentes y no depender de la coyuntura. Tampoco existe, hasta donde sé, ninguna norma que promueva una adecuada adaptación a las realidades económicas del lugar, algo que seguramente es más eficaz y económico que importar tecnologías de fuera. Para hacer arquitectura más responsable con el medio no hace falta sino mejor arquitectura y mejores arquitectos. Lo mismo podríamos decir acerca de la cuestión de la economía circular aplicada a la arquitectura. Ahora hay que hacer sofisticados —y sospecho que bastante inútiles— estudios respecto a esta cuestión, pero nadie habla ni repara en que la buena arquitectura de la historia ha perdurado a través de siglos adaptándose a distintos usos en cada momento. ¿No es esto un ejemplo de economía circular implícito en la calidad de la arquitectura misma? Estamos, y permítanme que hable en plural, bastante hartos de este mundo de etiquetas y simplificaciones absurdas que, en el fondo, no sirven sino para justificar la falta de ideas y de calidad en la arquitectura, pero que eso sí, permiten cumplir todas las normativas inspiradas por los burócratas de salón.
Me gustaría terminar con la siguiente idea: la arquitectura es un servicio. La arquitectura da más por menos a partir de la realidad que nos rodea. La idea se puede enunciar de otra manera: la arquitectura sirve, pero no es servil. Hasta hace pocas décadas, la arquitectura se reconocía en su dimensión social, al mismo tiempo que asumía su dimensión cultural, en cuanto testimonio de su tiempo. Se trataba aún de una arquitectura optimista, que criticaba por un lado el modelo social y económico generado por la industrialización, pero que tenía al mismo tiempo la convicción de que la solución radicaba en los medios generados a partir de esta misma industrialización. A partir de las nuevas realidades y de una nueva sociedad industrial, la arquitectura y los arquitectos intentaron aportar soluciones a un mundo quebrado por la violencia. Se trata, sin duda, de una posición que el tiempo ha desvelado optimista, incluso en algún caso ingenua, si analizamos el mal uso que se ha hecho de algunos de sus principios. Pero, aun así, se trataba de una posición que, especialmente cuando se compara con lo que está ocurriendo ahora, seguía creyendo en que nuestra disciplina, la arquitectura, tenía la capacidad de servir a una sociedad cambiante, porque asumía, como su propia esencia, su dimensión cultural, ética y creativa, estructural en definitiva. ¿En qué lugar queda la arquitectura cuando se reduce solo a la parte productiva o comercial?
Decía al comienzo que está lejos de mi intención que estas palabras, aun cuando expresen pesimismo, puedan reducirse a este sentimiento. Los que estamos y siempre estaremos comprometidos con la docencia no podemos permitírnoslo. Por eso recomiendo siempre a mis alumnos que utilicen el conocimiento de la historia como antídoto. Es verdad que la crisis
de hoy es fundamentalmente crisis “contra“ la arquitectura, crisis de naturaleza más exógena que endógena. Y es verdad, por tanto, que la solución no solo depende de nosotros, sino de un contexto cada vez más dudoso. Pero también es verdad que, cuando en clase hablamos del espíritu de la Bauhaus o de esfuerzos pioneros como el que representa admirablemente su compatriota Jean Prouvé, un profundo sentimiento de optimismo surge de manera inevitable. Seguimos pensamos que aún existen jóvenes arquitectos —quizás menos pero por ello mismo más beligerantes— que sabrán aprovechar las crisis, del tipo que sean, para mejorar las cosas. Su posición hoy les exige ser más firmes y sutiles en el juicio que nunca. Más críticos que nunca. Y, sobre todo, mejor formados que nunca. En este sentido, las escuelas se convierten en el problema más preocupante. Las nuevas tecnologías —no podía acabar sin referirme a ellas— pueden ser un gran instrumento para esta reacción, ojalá sea así. Pero si esas tecnologías se nos imponen y nosotros no somos capaces de formarnos un juicio crítico que valore los objetivos últimos de la tecnología y nos permitan controlarlas, estas tecnologías pueden resultar demoledoras para la arquitectura. Necesitamos más ideas, más cultura, más sensibilidad, más belleza, para controlarlas. Solo así cabe alguna esperanza.
Los arquitectos debemos reivindicar que somos absolutamente necesarios, quizás más que nunca, y que la sociedad nos necesita. Una arquitectura de calidad, mejores ciudades con mejores servicios y espacios públicos, son necesarias entre otras cosas para que esta ciudad busque el fin que siempre estuvo en sus inicios: la protección y un mejor equilibrio social y económico, hoy cada vez más cuestionado. La arquitectura, repito, no es un lujo. Es un derecho. Como decía vuestra compañera y miembro de esta academia Florence Contenai, y como establece la ley 1977 de arquitectura, el arquitecto es el garante en la ciudad del interés general. No permitamos que esta verdad desaparezca de nuestros objetivos.
Me gustaría que estas palabras sirvan como homenaje optimista a todos aquellos que, siendo muy conscientes de todo lo que se ha dicho aquí, luchan cada día en su estudio grande o pequeño, con sus proyectos, grandes o pequeños. Luchan para que la arquitectura siga siendo una cuestión de calidad, no solo de cantidad. Luchan por reclamar el papel y la importancia de la arquitectura como hecho cultural, por defender su vocación social, y abogan por la necesidad de que la arquitectura se aborde desde un conocimiento amplio, que abarca el humanismo y lo técnico. Estos principios, que hasta no hace tanto eran una obviedad, se han difuminado, hasta el punto de convertirse en principios que debemos reclamar de nuevo, convertidos en objetivos por los que luchar. Reitero mi reconocimiento a estas, cada vez más heroicas, posiciones en las que hemos de confiar, pues son nuestro futuro.
Quisiera agradecerles, una vez más, su generosidad por invitarme a formar parte de esta institución. Muchas gracias a todos. Espero que esta intervención haya contribuido al objetivo para el que fue escrita: defender la arquitectura. Gracias por su tiempo.
Francisco (Patxi) Mangado
Arquitecto
Nacido en Navarra en 1957, Francisco Mangado es arquitecto por la Escuela Superior de Arquitectura de la Universidad de Navarra, donde desarrolla su labor como profesor extraordinario desde 1982. En el campo de la docencia, también ha sido profesor invitado en la Graduate School of Design de la Universidad de Harvard (1996-97/1997-98/2000-01/2007-08), Eero Saarinen Visiting Professor of Architecture en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Yale (2008-09), profesor invitado en l’École Polytechnique Fédérale de Lausanne (2010-11/2011-12), Baird/Gensler Visiting Professor en la Universidad de Cornell (2013-14/2014-15) y Profesor invitado en el Politécnico de Milán (2015-16). En Agosto 2014 la Universidad Congreso de Ciudad de Mendoza-Argentina le ha concedido el título de Profesor Honorario. Mangado es además profesor de Proyectos en el Máster de Diseño Arquitectónico y profesor extraordinario de Proyectos en la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Navarra.
En junio de 2008 fundó la Fundación Arquitectura y Sociedad, que trabaja para favorecer la interacción de la arquitectura con otras disciplinas de la creación, el pensamiento y la economía. En septiembre de 2015 se ha concedido a dicha fundación la Medalla CSCAE (Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España) como entidad que ha acreditado una actividad de fundamental relevancia en el ámbito de la promoción, difusión y presencia pública de la Arquitectura.
En julio 2015, el Consejo Rector de Bienales le nombra Coordinador General de Bienales. Bajo su coordinación fue concedido al Pabellón de España de Venecia el León de Oro de la muestra en Mayo 2016.
Fue nombrado RIBA International Fellowship en diciembre de 2011, distinción otorgada por el Real Instituto de Arquitectos Británico (RIBA) a profesionales no británicos por su particular contribución al campo de la arquitectura. Asimismo, en febrero de 2013 ha sido nombrado AIA Honorary Fellowship, distinción otorgada por el Instituto Americano de Arquitectos (AIA), a profesionales no americanos que han contribuido de manera significativa a la arquitectura y la sociedad. En Noviembre 2016 la Academia de las Artes de Berlín le concede a Francisco Mangado el Premio Berlin Art Prize-Architecture 2017 en reconocimiento a su trabajo. En 2019 la Asociación Italiana de Arquitectura y Crítica le ha asignado el Premio Internacional de Selinunte 2019.
Paralelamente a su actividad académica y su dedicación a los programas de la Fundación, ejerce de arquitecto desde su estudio en Pamplona y Madrid.
Entre los principales trabajos de Mangado destacan el Palacio de Congresos y Auditorio de Pamplona, la plaza Pey Berland en Burdeos, la Plaza de Dalí en Madrid, el Centro Municipal de Exposiciones y Congresos de Ávila, el Museo de Arqueología de Vitoria, el Campo de Fútbol de Palencia, el Pabellón de España para la Expo Zaragoza 2008 y el Auditorio de Teulada. Algunos proyectos más recientes del arquitecto navarro son el Museo de Bellas Artes de Asturias en Oviedo, el Palacio de Congresos de Palma de Mallorca, el Edificio de la Nueva Sede de Norvento Enerxia en Lugo y el Edificio de Oficinas para Metrovacesa en Madrid.
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