[Jaume Prat] El fenómeno cultural punk identifica el primer mandato de Margaret Thatcher (1979-1983). Una de las consecuencias inmediatas del cual será la identificación de la cultura con la contracultura, único medio en que los artistas emergentes van a encontrarse cómodos desde entonces hasta ahora, cuando nos enfrentamos al fracaso de toda una serie de infraestructuras construidas ad hoc para la creación joven, que acaban siendo a dicha creación joven lo que la Planta Joven del Corte Inglés es a los jóvenes en general. En 1979, un Billy Bragg de 22 años intenta ganarse la vida tocando por los bares de Londres con una banda punk llamada Riff Raff (catorce años antes de la película de Ken Loach, por cierto). No conseguirá lanzar al mercado su primer disco hasta 1983, año en que graba, solo con su guitarra, Life is a Riot with Spy vs Spy. A pesar de su asociación, al año siguiente, con el guitarrista Johnny Marr, miembro fundador de The Smiths, que se convertirá en su colaborador asiduo hasta 1997, Billy Bragg no tendrá una discografía en estudio a la altura de sus conciertos, y de la calidad de sus composiciones(1), hasta el mes de abril pasado, cuando editó su disco Tooth & Nail. La diferencia principal entre este último disco y sus precedentes consiste en la producción. En Tooth & Nail ésta corre a cargo del músico norteamericano Joe Henry. Henry dará profundidad y matiz al sonido de Bragg por primera vez en toda su carrera. Los músicos tocan todos juntos en una misma sala como en una grabación en directo. Los instrumentos acústicos predominan sobre los eléctricos. Apenas hay distorsión. La rabia de las letras, siempre comprometidas políticamente, destaca por oposición sobre un cojín sonoro rico y reposado. Arropado por esta manera de tocar, Bragg no ha cantado tan bien en toda su vida.
El papel del productor es clave en cualquier disco. Como intermediario entre los técnicos y los músicos, su rol puede, por momentos, equipararse al del arquitecto, testimoniando que cualquier trabajo musical contemporáneo es una obra coral. Su actividad va desde la obviedad de dejar hacer a unos músicos preparados cuando éstos tocan bien juntos, disponiendo un marco adecuado para que puedan grabar a gusto, hasta vestir, o estructurar, o crear de la nada, discos de artistas mediocres, o directamente malos, dotándolos de un sonido compacto y profesional producido por buenos músicos comprados a golpe de talonario: al azar, los trabajos de Alejandro Sanz, Paulina Rubio, Destiny’s Child o Take That, con temas pegadizos, bien orquestados, metronómicamente perfectos, cuyo virtuosismo técnico es inversamente proporcional a su calidad, hablan de este modo de proceder.
Durante una visita a este último Construmat tuve la ocasión de reflexionar sobre el papel de determinadas empresas ligadas al mundo de la construcción cuando trabajan en proyectos de calidad arquitectónica cuestionable. Lo que las equipararía al músico de sesión que trabaje en un disco inconsistente a cambio de unos honorarios. Visitando el Stand de la compañía de prefabricados Pujol de la mano de su gerente, éste pasó a mostrarnos toda una serie de obras construidas gracias a sus productos: de las bodegas de Norman Foster o Richard Rogers allá por Castilla a una serie de polideportivos, escuelas y viviendas construidas en Cataluña de las que se sentían especialmente orgullosos por ser ejemplos de arquitectura de calidad realizadas a base de producto estándar sin la más mínima manipulación. Pero, durante la explicación, pasó por alto, quizá por creernos con más prejuicios de los que realmente tenemos, una fotografía en la que se mostraba un hotel construido en un estilo neocolonial americano, de ladrillo aparente. Un pastiche sin orden ni concierto ni interés arquitectónico aparente por el que me apresé a preguntar. Su respuesta fue la más interesante de todas: se trataba del Hotel del Far-West en Port Aventura. Una construcción al servicio de un parque temático. El equipo de arquitectos trabajaba con unas plantas neutras, tipológicamente convencionales, basadas en la repetición de elementos estándar, a construir simultáneamente en el mínimo tiempo posible y con la máxima calidad posible. Los prefabricados empleados, y su logística de montaje, constituían el state of the art de la empresa. Definido este armazón, un ejército de decoradores de formación incierta (arquitectos, interioristas, escenógrafos) procedían a vestir el edificio en función de la zona temática del parque. Lo que me llevó a pensar en qué hubiese pasado si el parque tuviese una zona minimalista. O en qué hubiese pasado si cualquier arquitecto respetado, nacional o extranjero, hubiese recibido el encargo de poner fachada a una estructura construida con estas características. O, incluso, en la fachada que Toyo Ito ha construido en una Barcelona cada vez más parquetematizada cerca, demasiado cerca, de La Pedrera. O en que el arquitecto de los hoteles de Eurodisney fue Frank Gehry. O en los encargos de fachadas para edificios ya proyectados que, a su vez, recibieron Gio Ponti al final de su vida (varios ejemplos en Italia y Asia) o Sáenz de Oíza en la Embajada Espa&n
tilde;ola de Bélgica. ¿Son estos trabajos arquitectura? ¿Lo es la definición tipológica de los hoteles de Port Aventura, preparada para obviar su aspecto exterior? Nuestro papel, así como nuestro prestigio profesional, exige una respuesta a estas preguntas.
Sociólogos, antropólogos, escritores como Michel Houellebecq y arquitectos como Rem Koolhaas han hablado del parque temático (o de lo que puede ser eventualmente parquetematizado) como metáfora o explicación de nuestra realidad contemporánea. Si esta explicación se lleva al terreno arquitectónico y se llega a definir una tipología de parque temático, el resultado de estas reflexiones puede proyectar algunas luces en el debate sobre qué es, actualmente, nuestra profesión, encontrándonos, incluso, con arquitectos que ejerzan de modo literal el papel del productor para realzar, o posibilitar, el trabajo de los arquitectos que simplemente diseñan, sin desgastarlos en pulsos de poder estériles.
(1) Exceptuando sus colaboraciones con Wilco entre 1998 y 2000, recogidas en tres discos y un documental bajo el título genérico de Mermaid Avenue Sessions. Los trabajos recomponían canciones de Woody Guthrie, de las que había sobrevivido la letra pero no la música. Por el prestigio del grupo de soporte, son considerados obras de autoría compartida.
Video de Billy Bragg cantando una canción de su último disco.