No ha pasado demasiado tiempo desde cuando las personas que decidían estudiar arquitectura dedicaban los años previos al tiempo universitario a mejorar sus habilidades, el dibujo, acudiendo, por ejemplo, a academias de pintores o de bellas artes. Quienes regentaban esas academias compartían un secreto que permitía anticipar quienes de entre sus aprendices terminarían por asumirse en las capacidades y habilidades supuestas para la arquitectura: la construcción de la realidad, y quienes terminarían por orientarse en labores expresivas: el relato o la idealización de la realidad. El secreto, hoy conocido, consistía en situar en la zona de las escayolas -orejas, narices, ojos de escayola- a la persona recién llegada, proveerle de un carboncillo y solicitar: «dibuja lo que ves». Si el dibujante orientaba sus habilidades a conseguir la traza de una gama amplia de blancos, grises y negros que combinados adecuadamente resultasen en la apariencia de orejas, narices, ojos… algo faltaba y serían necesarias mas pruebas y un esforzado adiestramiento. Si el dibujante prestaba atención a la evidencia de tener delante de sus ojos un trozo de escayola, sujeto con un alambre a una madera y dibujaba exactamente eso, entonces se estaba frente a un más que posible arquitecto.
Dicho de otro modo: contra lo que anunciaban las leyendas no se esperaba de un futuro arquitecto que dibujase «bien» sino que obtuviese el resultado de un buen dibujo y que este evidenciase la constitución y soporte de lo dibujado. En el caso de las orejas, narices, ojos de escayola… el indicio de arquitectura era el alambre del que cuelga la escayola y no la forma del yeso. El alambre es lo que se esperaba del futuro arquitecto.
¿Qué esperan hoy los no arquitectos de una persona arquitecta? ¡A ver si va a resultar que nos estamos distrayendo con la escayola! Y, entonces… ¿qué se supone que hoy es el alambre?
Artículo incluido como editorial en la circular semanal «boletín SCALAE» en su edición 003
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