El arquitecto y profesor de la ETSAVallès UPC Manuel Sánchez-Villanueva comparte, en un sensible relato, algunas derivas tipológicas a la par que experiencias lejanas como eventual nómada.
Rulot Hergo Gacela de 1978. Foto aportada por el autor
[scalae, versión en español del texto publicado originalmente en catalán en línia, el diari metropolità]
El chalet*
Unos meses atrás, recibimos en el estudio a unos clientes que querían un chalet.
Nos íbamos mirando de reojo entre los compañeros mientras conversábamos con ellos. Hacía mucho tiempo que nadie nos pedía un chalet.
Los últimos clientes nos habían pedido casas. Algunos casas de primera residencia para vivir todo el año, otros, segundas residencias, casas de vacaciones fuera de la ciudad. Lo cierto es que el uso que le darán a la vivienda es algo que surge en las primeras conversaciones, pero en este caso, el chalet, dicho así, lo relacionamos sin dudarlo con una casa de fin de semana. Nadie vive en un chalet.
Recuerdo la primera vez que oí la palabra. Debía de tener siete u ocho años, alrededor del final de la década de los 70. Mi tío se compró un solar cerca de Maçanet de la Selva –entonces tampoco nadie le llamaba terreno–, donde pretendía hacerse un chalet para los fines de semana.
Para la familia fue una noticia bomba, algo fuera de nuestro alcance, incluso de nuestra imaginación. Solíamos pasar las vacaciones, como la mayoría de las personas, en casas de familiares en algún pueblo, o de camping. Calculo que, en esa época, mi padre tenía un Seat 124 Special de color granate, que pagaba puntualmente cada mes. Era nuestro medio de transporte para todo, vacaciones incluídas. Recuerdo el día que le instaló una bola de remolque en la parte trasera, para ir a por la rulot, una Hergo Gacela nueva de trinca, también pagada a plazos. Una casa con ruedas que nos seguiría a todas partes y con la que pasaríamos los mejores años de nuestra vida.
El anuncio del chalet de mi tío –en realidad él lo llamaba “chalé”– nos sorprendió por inabarcable. Vivíamos de alquiler en el barrio del Clot en Barcelona y apenas se pagaban los colegios a fin de mes, así que pensar en comprar una segunda vivienda era algo inimaginable para nosotros. Mi padre argumentaba con despecho –cosa que yo compartía sin sombra de duda– que para qué querría alguien una casa quieta en un sitio pudiendo tener una con ruedas y llevarla a todas partes. Qué maravilla, papá… Ni Roberto Benigni.
La cosa es que, con el tiempo, la gente se fue haciendo chalets. Llegaron los 80 y los atascos de coches en las entradas y salidas de las grandes ciudades empezaron a ser habituales. En Barcelona, una ciudad de espaldas al mar, sin playas, sin rondas y prácticamente sin espacios verdes o de ocio, la gente escapaba el fin de semana, huyendo de la ciudad. En la Jefatura de Tráfico, se desplegaban la operación salida y la operación retorno, un lenguaje casposo al que empezamos a acostumbrarnos y que reflejaba la magnitud de la tragedia. Los que ya no podían hacerse un chalet empezaron a comprarse apartamentos en bloques residenciales; salían de su piso de la ciudad y se metían en otro en una urbanización del extrarradio de algún pueblo, en la costa o en la montaña.
Nuestro camping en Blanes, en otro tiempo tierra indomable de los caprichos del Tordera y su delta, acabó rodeado de bloques de viviendas que nos miraban desafiantes como si fuéramos Arapahoes en un gueto reparcelado. La cala de Sant Francesc, aquella playa salvaje donde asábamos sardinas las noches de verano, se llenó de chalets y aparcamientos de coches a cielo abierto.
Nuestra casa con ruedas quedó relegada a las aventuras de las vacaciones de verano, casi siempre en acampada libre. El valle de Pineta, Ordesa o Benasque, lugares que, entonces, todavía estaban fuera del alcance del turismo masivo. Pero los inviernos inactivos en un cementerio para caravanas le dieron la estocada definitiva hasta que nos deshicimos de ella.
Afortunadamente la ciudad cambió en esa época. La transformación de la Barcelona olímpica dejó un legado de playas, espacios libres y oferta cultural que, poco a poco, fueron atrayendo a sus habitantes y otros turistas. En una ciudad abierta al mar ya no resultaba tan urgente escapar el fin de semana.
Hoy mucha gente joven ya no tiene coche, sin duda porque son cada vez más caros y conllevan más gastos, pero también por un cierto cambio de actitud. Los días festivos en la ciudad ya no son la desolación de décadas anteriores; últimamente ni siquiera en agosto. A la gente le gusta la ciudad. No considera una condena quedarse el fin de semana, de igual modo que no considera un privilegio tener un chalet donde pasarse el domingo cortando el césped o arreglando el tejado. Parece que existen otras prioridades. Las casas, como los coches, son para vivirlas.
No obstante, a pesar de todas las virtudes de esta ciudad más ordenada y más segura, había algo de esa Barcelona de Vázquez Montalbán que me genera cierta nostalgia. Quizá por la fragilidad de lugares como los chiringuitos de la Barceloneta o los ingeniosos lugares de pesca que la gente se construía en una rendija, entre las rocas del rompeolas. Una ciudad donde te podías topar en cada esquina con una hoguera de muebles viejos por la verbena de Sant Joan o saltar la tapia del colegio Claret para jugar al fútbol hasta las tantas. Una ciudad en la que el paisaje urbano y doméstico se creaba por apropiación, como una conquista territorial. En una ciudad indudablemente más precaria, afloraba con facilidad el carácter nómada de las personas, una actitud exploradora ancestral que nos ha hecho conquistar el mundo y nos empuja a descubrir a otros.
En la época en la que compramos nuestra rulot, el arquitecto italiano Aldo Rossi construía en Venecia su propuesta de Teatro flotante del Mundo para la Bienal de Arquitectura. El teatro llegó a cruzar el Adriático hasta Dubrovnik. Me gusta pensar que debía decir algo parecido: “Quien querría repetir la función siempre en el mismo sitio pudiendo navegar por todas partes…”.
Quizás ha llegado el momento de afrontar el diseño del chalet de nuestros clientes con valentía, poniéndole un par de ruedas.
Manuel Sánchez-Villanueva, enero de 2023
arquitecto fundador de haz arquitectura y profesor de proyectos arquitectónicos en la ETSA Vallés de la Universitat Politècnica de Catalunya
(*)
Diccionario de la Real Academia Española [ver +]:
Chalé
Del fr. chalet.
1. m. Edificio de una o pocas plantas, con jardín, destinado especialmente a vivienda unifamiliar.