[Zetas]
Utilizando terminología acuñada por el propio Juan Domingo Santos, podría calificarse de pequeño encuentro o micro-acontecimiento la sesión que tuvo lugar el pasado 5 de febrero en Zaragoza. Una charla en la que, bajo el título “Formas de ver lo ordinario” el arquitecto granadino relataba una parte de su trayectoria profesional en la que distintos encuentros, sucesos y experiencias han dado lugar a proyectos tan instructivos como apasionantes.
En el Museo del Agua de Lanjarón encontramos una de esas obras en las que, el propio proceso proyectual posee incluso mayor valor didáctico que el resultado final. Un guión que a priori podría parecer salido de la efervescencia inmobiliaria previa a la crisis actual -concurso público para la realización de un museo de programa indefinido en un entorno de cierta especulación urbanística- se ha convertido actualmente en una bella experiencia tanto para el visitante como para los habitantes de Lanjarón.
Según Santos, la arquitectura resulta de la combinación de experiencia, emoción y uso y desde el comienzo de su viaje creativo, reivindica el papel capital de esos sucesos vitales como espoleta del proceso proyectual del arquitecto, haciendo patente la necesidad de trascender lo académico. La importancia que adquiere este factor en su arquitectura queda patente cuando el propio autor reconoce que habitúa a comenzar sus proyectos liberándose por completo de la herramienta del dibujo y realizando una exploración previa fuera de su estudio. En este sentido, el Museo del Agua no resulta una excepción, sino que esa inmersión en el lugar de la intervención será la que posibilite la modificación del emplazamiento inicial del proyecto, para trasladarlo finalmente a un antiguo matadero que ocupa un enclave privilegiado a las puertas del Parque Natural de Lanjarón. Es entonces cuando el término «uso» entendido como un equilibrio necesario de los factores que repercutirán sobre el usuario final, adquiere cierta dimensión. La participación del individuo es capital desde la construcción -los propios habitantes del pueblo colaborarán en el derribo y limpieza del matadero- hasta la experiencia museística final.
Frente a una época en el que situaciones de partida similares a las de Lanjarón han dado como resultado auténticos infortunios tanto arquitectónicos como económicos, el Museo del Agua consigue con apenas 300.000 euros de presupuesto, aportar cierto valor añadido a su entorno inmediato y captar la atención tanto de profesionales de la arquitectura como de personas profanas en esta disciplina.