Síntomas y diagnósticos de un cambio (X)
3 de junio de 2009

Cuando las conversaciones de los podcast Scalae son con arquitectos, en un esquema característico que aborda principios, procesos y situaciones, resulta habitual dedicar un tramo al final de la conversación a la «arquitectura después de su construcción», es decir, a la situación vivida de la arquitectura. Una situación determinante e indeterminada, simultáneamente.

Algunos profesionales lo manifiestan sin ambages: «intentamos no volver a la obra una vez terminada, por un sentido de la distancia, de la intimidad de los habitantes y… de protección personal del propio arquitecto». En otros casos, lo aparentemente contrario: «me encanta volver a encontrarme con las obras tiempo después de su finalización y comprobar como la vida moldea y refina lo que empezó siendo construcción y termina, en ocasiones, resultando en arquitectura». No son actitudes contrapuestas, sino compatibles, y las recordamos en expresiones parecidas de Emilio Tuñón y de Guillermo Vázquez Consuegra, respectivamente. Jesús Granada, arquitecto desde la fotografía, comentaba cómo periódicamente registra desde un mismo punto de vista arquitecturas del sevillano, a su encargo, incluso cuando esa arquitectura era eventualmente, o definitivamente, ocultada por un árbol.
Una actitud, en cualquier caso, cómplice con el tiempo y con los habitantes como coautores de la arquitectura y las ciudades que no siempre es bien comprendida y que en ocasiones se malvive como prejuicio o, en casos extremos, como sangrante patología.
Del lado de este tipo de patologías estarían dramas como la reciente sentencia de derribo de la rehabilitación de una tenería del XVIII cercana a Santiago de Compostela, «Pontepedriña«, de Víctor López Cotelo y del promotor Otero Pombo. Del lado de los prejuicios, en este caso periodísticos, entendemos artículos sobre el «mal uso de los habitantes» en algunas promociones de la SMV de Madrid que leíamos en un bienintencionado pero muy confuso monumento a los tópicos, ya desde su título «La mejor arquitectura de ‘andar por casa’ se construye en Madrid«, que publicaba el diario el Mundo hace unas semanas.

Los arquitectos, para desesperación de fundamentalistas del patrimonio y del medio natural, por saber de arquitectura y por su confianza en ella son habitualmente más partidarios de la revitalización de un paisaje o de habilitar una arquitectura «deshabitada», muerta, que los propios habitantes que en ocasiones mediante una aplicación al pie de la letra de las leyes terminan por producir monstruosidades en el empeño de la aplicación de normativas protectoras que no entienden la excepción de la arquitectura y el conocimiento cuando existen, porque, ¿cómo se demuestra su existencia? O peor, terminan por abortar el anuncio de una situación de arquitectura que merecía la pena.
Jaume Prat, en uno de sus juiciosos y documentados comentarios desde arquitectura, entre otros problemas («arquitectura i altres coses» en su versión original) relanza la alarma e identifica con precisión el drama aludido, la excelencia de la arquitectura prevista y la patología, relacionándolas con esa actitud que solo sabe ver en el patrimonio arquitectónico posibles museos: «Esta negativa a convertir lo existente en un museo, a matarlo definitivamente haciendo un enésimo memorial para que una vez al año pueda ser visitado por alumnos aburridos del IES más cercano, es lo que ha matado la iniciativa», para luego recordar que, si así son las cosas, cuanto mejor será atender viejas reclamaciones como la del antiguo compañero profesional de López Cotelo, Carlos Puente, que tan sintéticamente escribía:

«Villa Savoya, museo.
Fallingwater, museo.
Villa Mairea, museo.
Fansworth, museo.


Quizá sería hora de pensar en derribarlas.»

Y, por desgracia, es justamente cuando desde el periodismo se intenta romper una lanza en pro de la arquitectura cuando aún se ahonda más en ese prejuicio tan extendido que asocia la gran arquitectura a cuatro nombres propios, entendiendo como entienden algunos responsables municipales que cuatro nombres propios son el garante exclusivo de la excelencia arquitectónica y, en consecuencia, social. Este asunto que quizás se entiende bien en el deporte cuando observamos cada temporada cómo equipos millonarios plagados de «cuatro nombres propios» fracasan por la ausencia de un plan, por la ausencia de un proyecto de relación y de construcción del juego. En fin, esa idea hiperprejuiciada que lleva a afirmaciones como «Quizás a causa de esa falta de información (un gran número de los inquilinos ignoran por completo que tienen el privilegio de ser propietarios de obras de enorme interés arquitectónico) hay crecientes signos de una falta de respeto al diseño de sus autores», que ponen la importancia de la autoría por delante de la propia arquitectura. Lástima porque la intención no era mala, pero el enfoque es terrible, tanto como el título ya aludido del artículo de Javier Mazorra.
Sin embargo, es certero su comentario cuando expresa la incapacidad de la arquitectura de cuatro nombres propios en ser «abollada», como gusta decir Pepe Llinàs, cuando alude el periodista a la rigidez de esa arquitectura enajenada y de autor ausente, y habla de su imposibilidad de administrar lo previsible: «Se están cerrando terrazas, cambiando la carpintería de las ventanas, introduciendo rejas y alterando de una u otra forma el edificio». Por contra, abundando en la confusión aludida, el periodista disfruta en la
identificación de arquitectos que asume como no tan conocidos: «Lo más curioso es comprobar cómo la mayoría de los visitantes vienen buscando los nombres internacionales y terminan enamorándose de los genuinamente españoles, como las obras de Jorge Javier Camacho & María Eugenia Macía o la de Enrique Barrera y César de la Cueva en el Pau de Vallecas, o el de Ángela García de Paredes e Ignacio García Pedrosa en Pradolongo». ¡Qué lío mental resulta cuando se combinan tres prejuicios: el de la patrimonialización, el de las autorías de «cuatro nombres propios» y el de «¡no hay nada como mi pueblo!»
Y conviene despejarlo, porque en otras ocasiones como la que identifica Javier de Azurmendi en arquitectura en imagen el asunto va realmente en serio: «En él, no solo se ha añadido otro edificio de cristal por su parte interna (superpuesto al original) sino que, además, se ha variado la fachada de forma escandalosa con rótulos en tamaños descomunales. Se han serrado, incluso, parte de los huecos (recuerdo al lector que el edificio presenta una «piel» permeable de madera) realizando con ello una transformación absoluta, descarada y, en mi opinión, de muy dudosa legalidad. Me resulta escandaloso recordar que el mencionado edificio del conocido arquitecto cántabro Pucho Vallejo (Capilla-Vallejo arquitectos/ architects), está construido hace unos pocos años, recibiendo un montón de premios, entre los que se encuentran, un premio del Colegio Oficial de Arquitectos de Cantabria y el FAD 2005.»

La confusión es un indiscutible síntoma de cambios en marcha o necesarios y con ella, de un modo u otro, se diagnostica una necesidad: ha llegado el tiempo, quizás regresado, en que difícilmente una arquitectura tenga sentido y pervivencia si en su proyecto, en su DNA, no incluye la posibilidad de su transformación, de la acción del tiempo, de la vida y de sus habitantes. Es este asunto que debieran aprender y regular desrregulando tanto arquitectos, como periodistas y legisladores, para evitar proteger lo que ya murió y, contrariamente, dejar sin sentido aquello que socialmente se había identificado como de interés colectivo cuando todavía estaba vivo.

Artículo incluido como editorial en la circular semanal «boletín Scalae» en su edición 010

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