[Síntomas y diagnósticos de un cambio (IV)]
No ha pasado demasiado tiempo desde cuando las personas que decidían estudiar arquitectura dedicaban los años previos al tiempo universitario a mejorar sus habilidades, el dibujo, acudiendo, por ejemplo, a academias de pintores o de bellas artes. Quienes regentaban esas academias compartían un secreto que permitía anticipar quienes de entre sus aprendices terminarían por asumirse en las capacidades y habilidades supuestas para la arquitectura, la construcción de la realidad; y quienes terminarían por orientarse en labores expresivas, el relato o la idealización de la realidad. El secreto, hoy conocido, consistía en situar en la zona de las escayolas -orejas, narices, ojos de escayola- a la persona recién llegada, proveerle de un carboncillo y solicitar: «dibuja lo que ves». Si el dibujante orientaba sus habilidades a conseguir la traza de una gama amplia de blancos, grises y negros que combinados adecuadamente resultasen en la apariencia de orejas, narices, ojos… algo faltaba y serían necesarias más pruebas y un esforzado adiestramiento. Si el dibujante prestaba atención a la evidencia de tener delante de sus ojos un trozo de escayola, sujeto con un alambre a una madera y dibujaba exactamente eso, entonces se estaba frente a un más que posible arquitecto.
Dicho de otro modo: contra lo que anunciaban las leyendas no se esperaba de un futuro arquitecto que dibujase «bien», sino que obtuviese el resultado de un buen dibujo y que este evidenciase la constitución y soporte de lo dibujado. En el caso de las orejas, narices, ojos de escayola… el indicio de arquitectura era el alambre del que cuelga la escayola y no la forma del yeso. El alambre es lo que se esperaba del futuro arquitecto.
¿Qué esperan hoy los no arquitectos de una persona arquitecta? ¡A ver si va a resultar que nos estamos distrayendo con la escayola! Y, entonces… ¿qué se supone que hoy es el alambre?