Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
a mí me enorgullecen las que he leído.
Jorge Luis Borges, 1969, Elogio de la Sombra
En un encuentro alumni comentábamos la legendaria magia de las charlas de Josep Quetglas. Una opinión común: la manera óptima de seguir la aventura que Quetglas propone en cada charla es… con los ojos entornados. Tiene la habilidad de, con su torrencial relato en tono bajo y el testimonio de unas pocas imágenes, llevarte a sentir la arquitectura. No la muestra sino que así la demuestra. Se comprueba abriendo la mirada tras escuchar sin perder ni ripio.
Comentábamos también sus (escasas) pistas directas sobre las arquitecturas a tener en cuenta: observar si esas arquitecturas se manifiestan importantes o si, alternativa o complementariamente, es a tí a quien permiten sentirse importante. Es palmario que no somos importantes, pero la arquitectura, cuando lo es, te lo proporciona: te lleva a sentirte importante, te viste con la importancia que no tienes*.
Sentir.
Hay algo mas que entendimos con Quetglas: ese sentir requiere además el tiempo y la memoria, que combinados en nuestros desplazamientos desvelan el espacio y la arquitectura, llevándote.
Llevarte a sentir.
Una experiencia reciente me trajo al presente esa manera rotunda, absoluta, de entender, comprender, vivir y demostrar la arquitectura ya que tuve el regalo de acompañar a Emilio Tuñón en un paciente por su parte, extasiante por la mía, peregrinaje cacereño.
Visita afortunada en la que pude revivir -en el tránsito por las 11 suites del nuevo palacio Atrio, las cocinas, bodega, rincones y patio del Atrio original, los interiores excavados y las complicidades urbanas de los museos Helga de Alvear- una espléndida emoción que antaño conocí con ocasión de las visitas al cementerio de Igualada, al teatro de la danza de La Haya, a Ronchamp, a la biblioteca estatal de Berlín, al IMPIVA y el auditorio de Castellón, a can Framis, al ayuntamiento y la estación de Logroño, a la casa de Manolo en Oleiros, al centro hípico de la Ultzama, al museo de arqueología de Vitoria, al espai Barberí y la pista deportiva de Olot, a la biblioteca de Lesseps, a la escuela de arquitectura de Oporto, a la ópera de Oslo, al teatro San Martín, al rectorado de la UPF, a la biblioteca nacional de Buenos Aires, a la Alhambra de Granada, a Galtzaraborda, al Camp Nou, a la Mezquita de Córdoba o... a las charlas de Quetglas.
Emoción, deja-vu, al darme cuenta como antaño de que las fotografías que había visto anteriormente a la visita de esas construcciones cacereñas, encuadres en ocasiones magníficos, ponían en cautividad -a cambio de una estampa que ya no está, furtiva- el llevarte a sentir que esas arquitecturas ofrecen a borbotones.
Arquitecturas inabordables entonces desde los encuadres instantáneos, enmascaradas por el couché de la aparente importancia, en las que por suerte habitarlas, transitarlas, respirarlas, devuelve su cometido real: tú allí, la importancia que te conceden, su aprecio para con el habitante.
Me disculpo por contar hasta aquí algo que para la mayoría es de perogrullo, de primero de carrera, lo siento. Pero añado algo mas, un elemento que en mi opinión es esencial porque cierra la magia arquitectónica. Algo que obliga rotundamente a dejar los sentidos alerta, entreabiertos todos ellos: se trata de las contradicciones, los amagos a las reglas y obligaciones de obsesiones y compromisos, las traiciones de oportunos errores de manos propias y ajenas, los olvidos y ausencias, el salto al vacío de un detalle constructivo no previsto, el guiño de una fisura que delata un grosor, el ángulo de un rincón imposible, un tiempo pasado o una carencia, un material descartado; todo aquello que no se convocó, que apareció sin ser invitado y que remacha en la experiencia de las arquitecturas que menciono una evidencia franca, clamorosa, de oficio y conocimiento. José Antonio Coderch, interpreto, llamaba a ese algo mas “ese chas, chas, chas… que o está o no está en una arquitectura”
Gracias por permitirme recordar la alquimia de arquitecturas que con los ojos entornados, los oídos atentos, la piel despierta y la memoria viva manifiestan la importancia que nos hace a todos mejores: merece la pena habitarlas, mucho mas que coleccionar estampas, tanto como escuchar los relatos de quienes saben contar.
Me enorgullezco, Emilio, por lo que he visto y sido llevado a sentir.
(*) no tiene nada que ver, o poco, pero hablar de la importancia me recuerda una de sus mejores derivadas, la receta de las “patatas a la importancia”. Un guiso de patatas, fritas primero y cocidas después con un majado de aceite, cebolla, ajo, perejil y azafrán, a la espera aparente de algo mas… que no hay, ni debe haber. Delicioso, puro sentimiento. Elogio de lo ausente.
Félix Arranz
Arquitecto y editor de SCALAE
Ilustración: Episodio "chipirones.." del menú de degustación del restaurante Atrio, Cáceres. |